Una mañana ella se encontraba frente
al espejo, parecía estar concentrada mirando su reflejo pero lo curioso era que
lo que veía en el espejo no era precisamente eso. Ella vio su vida pasar frente
a ella, vio cómo surgió el amor que tenía con su esposo, la ternura con la que
cuidaba a su hijo desde pequeño, los placenteros fin de semanas con sus
amistades, la canción que le recordaba lo bueno que era estar enamorado, su
libro favorito, el olor del mar, todos los errores que cometió, el porqué era feliz.
Ese día, ella pudo volverse a encontrar una última vez. Complacida,
condujo hasta llegar al río que había cerca de su casa. Se sentó en una roca a
contemplar por última vez la belleza que la vida le había obsequiado; estaba
cautivada por el sonido del agua corriendo, los arboles moviéndose, los
animales con su canto. Era la despedida perfecta, miro a su izquierda y junto a
ella yacía una mujer con aspecto sombrío la cual le sonrió. Ella sabía
perfectamente que hacia la mujer allí, la hora había llegado. Miro por última
vez todo lo que le rodeaba, cerró los ojos y por primera vez pudo recordar otra
vez todo lo que había visto frente al espejo; entre sollozos le dijo a la mujer
que aún no estaba lista, que tenía que hacer una última cosa antes de partir.
Regreso a su hogar en busca de su familia pero lo que encontró fue una carta, últimas
palabras de su esposo.
Amada mía:
Para cuando leas esto ya yo me abre ido, mi enfermedad no me
permitirá seguir más. Solo tengo un último deseo: el día que recuerdes todo lo
harás para siempre. Quiero que tomes tu libro favorito, el traje que tanto te
gusta, te sirvas una buena taza de café y me vallas a ver al rio para
recordarte todos los días lo mucho que te amo.
Y así lo hizo.
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